Reflexión: Malvinas - dos caras, una misma realidad - Página 3 y 4
Sin lugar a dudas la guerra de las Islas Malvinas ha sido un hecho de absoluto dolor para la historia argentina: por los 649 hombres que perdieron su vida, por aquellos que a pesar de haber sobrevivido les ha cambiado la vida por completo, por las miles de familias destrozadas, por el desbarate económico, por la pérdida de la soberanía sobre las Islas, por haber sido el último gran cachetazo a nuestra historia por parte de la dictadura militar, y por el rol que tomó en aquel momento la sociedad en su mayoría. En referencia a esto último, digo que ese es el camino que elijo para realizar la reflexión de este mes. Una circunstancia vista de este tiempo como una verdadera locura, pero que formó parte de una realidad, una realidad que amerita, por lo menos, una reflexión y más que nada un importante mea culpa.
Como primer punto elemental de la cuestión vale aclarar el apoyo y la participación activa bajo manifestaciones a favor de la guerra de la mayor parte de la población. Quedó demostrado claramente en el discurso, lastimoso para la memoria, del innombrable galtieri (no merece mayúscula) en la Plaza de Mayo, donde la Plaza se colmó en señal de festejo patriótico; un patriotismo tan falso y tan irracional que muestra la triste ignorancia e inocencia de la sociedad en ese momento. Ignorancia que llevó a que la burbuja los pueda envolver en una acción reprochable en todos los ámbitos, como la de la guerra. En ese acto, sin querer mencionar los dichos de ese nefasto personaje, la maza aplaudió, desplegó banderas, festejó de tal manera que cualquier persona, parada fuera de la locura, hubiera pensado que Argentina había ganado la soberanía de las Islas diplomáticamente.
Ahora muchos podrán decir que la gente no sabía cómo se la estaba engañando. Ahí, justo desde ese punto, hay que hacer un mea culpa para cuestionarse algunas cositas:
Cómo impusieron esa demagógica vidriera invisible de mentiras, cómo los medios de comunicación, comprados por los militares, eran tan culpables como ellos. Cómo personajes televisivos, bajo amenaza o no, pedían que ese sentimiento patriótico fuese demostrado mediante donaciones de joyas, abrigos, pertenencias de valor económico y afectivo (donde se llegaron a recaudar cifras inimaginables que quedaron en manos de los mismos militares que miraban la guerra por televisión), chocolates, cartas a los “héroes” y demás. Cómo un país “vecino” como Chile les ofrecía refugio, cómo vendía información a la inteligencia inglesa y a la de los EE. UU. Cómo dejaron, en Argentina, que los chicos consuman ese sentimiento de guerra, cómo no miraron que frente a ellos estaba una dictadura. Cómo no pensaron en la gente que iba a pelear y a morir por un capricho. Cómo no sufrían por los chicos que mandaron con apenas diez y nueve, veinte, veintiuno y veintidós años. Cómo y con qué razón se enojaban con aquel que estaba en contra de la guerra acusándolo de “anti-patria”. Cómo la gente no salió a la calle cansada de una dictadura que había mostrado las garras más sangrientas y que en ese momento estaba dando ese último “cachetazo de ahogado”. Claro… unos añitos antes se pensaba que la gente secuestrada “algo había hecho”.
La realidad muestra que la gente fue y es hoy también individualista. Aquellos que estaban alejados de la desgracia de algún familiar de un soldadito, se sentían orgullosos de que ellos, “el otro”, esté defendiendo a la patria, a la gran Nación Argentina. Mientras que los padres, las familias de los chicos que despedían su adolescencia para siempre, y muchos su vida, sentían el puñal de el apoyo más atroz, del respaldo desgarrador y de algunos aplausos nefastos.
Esa gente, atrapada y ciega, festejaba cuando un barco inglés era derribado, un festejo comparado con un gol de mundial, sin pensar que del otro lado también moría gente. Se jactaban de ser parte del pueblo patriótico cuando leían en los diarios: “estamos ganando”, cuando decían que “nuestros chicos” estaban mejores que en sus casas, que no los iban a reconocer de lo gordo que estarían, mientras pasaban hambre y frío. Que los ingleses tenían miedo y la rendición era cuestión de días.
Por lo tanto, hay que pensar y, como dije anteriormente, hacer un mea culpa. Reconocer la compra de la demagogia más cruel, del no pensar y simplemente obedecer una orden sólo por seguir a las palabras que hacían inflar el pecho y salir adelante.
Pero no queda allí la cuestión. Luego de que finalizara la guerra y la gente comprenda lo que realmente había sucedido y en la locura que había ingresado, volvió a mirar su propio ombligo. Muchos años después de 1982, para ser más claro, en la fecha actual, vemos como aquellos “héroes” son ignorados por los gobernantes y por el pueblo. Allí vuelvo a cuando dije “fue y es hoy individualista”.Hombres que se fueron como los grandes defensores de la patria, como ejemplos de vida, y los hicieron volver por la puerta de atrás, con el temor de volver a insertarse en la sociedad. Una sociedad tan cruel que mostró dos facetas oscuras: el apoyo nefasto y la posterior plena indiferencia.
Hoy a 29 años de la maldita guerra de las Islas Malvinas, pido que esa reflexión por parte de todos, sirva para tres razones elementales:
Jorge Ezequiel Rodríguez
Página 5
A Elena - Edgar Allan Poe - Página 7
Te ví una vez, sólo una vez, hace años:
no debo decir cuantos, pero no muchos.
Era una medianoche de julio,
y de luna llena que, como tu alma,
cerníase también en el firmamento,
y buscaba con afán un sendero a través de él.
Caía un plateado velo de luz, con la quietud,
la pena y el sopor sobre los rostros vueltos
a la bóveda de mil rosas que crecen en aquel jardín encantado,
donde el viento sólo deambula sigiloso, en puntas de pie.
Caía sobre los rostros vueltos hacia el cielo
de estas rosas que exhalaban,
a cambio de la tierna luz recibida,
sus ardorosas almas en el morir extático.
Caía sobre los rostros vueltos hacia la noche
de estas rosas que sonreían y morían,
hechizadas por tí,
y por la poesía de tu presencia.
Vestida de blanco, sobre un campo de violetas, te vi medio reclinada,
mientras la luna se derramaba sobre los rostros vueltos
hacia el firmamento de las rosas, y sobre tu rostro,
también vuelto hacia el vacío, ¡Ah! por la Tristeza.
¿No fue el Destino el que esta noche de julio,
no fue el Destino, cuyo nombre es también Dolor,
el que me detuvo ante la puerta de aquel jardín
a respirar el aroma de aquellas rosas dormidas?
No se oía pisada alguna;
el odiado mundo entero dormía,
salvo tú y yo (¡Oh, Cielos, cómo arde mi corazón
al reunir estas dos palabras!).
Salvo tú y yo únicamente.
Yo me detuve, miré... y en un instante
todo desapareció de mi vista
(Era de hecho, un Jardín encantado).
El resplandor de la luna desapareció,
también las blandas hierbas y las veredas sinuosas,
desaparecieron los árboles lozanos y las flores venturosas;
el mismo perfume de las rosas en el aire expiró.
Todo, todo murió,
salvo tú;
salvo la divina luz en tus ojos,
el alma de tus ojos alzados hacia el cielo.
Ellos fueron lo único que vi;no debo decir cuantos, pero no muchos.
Era una medianoche de julio,
y de luna llena que, como tu alma,
cerníase también en el firmamento,
y buscaba con afán un sendero a través de él.
Caía un plateado velo de luz, con la quietud,
la pena y el sopor sobre los rostros vueltos
a la bóveda de mil rosas que crecen en aquel jardín encantado,
donde el viento sólo deambula sigiloso, en puntas de pie.
Caía sobre los rostros vueltos hacia el cielo
de estas rosas que exhalaban,
a cambio de la tierna luz recibida,
sus ardorosas almas en el morir extático.
Caía sobre los rostros vueltos hacia la noche
de estas rosas que sonreían y morían,
hechizadas por tí,
y por la poesía de tu presencia.
Vestida de blanco, sobre un campo de violetas, te vi medio reclinada,
mientras la luna se derramaba sobre los rostros vueltos
hacia el firmamento de las rosas, y sobre tu rostro,
también vuelto hacia el vacío, ¡Ah! por la Tristeza.
¿No fue el Destino el que esta noche de julio,
no fue el Destino, cuyo nombre es también Dolor,
el que me detuvo ante la puerta de aquel jardín
a respirar el aroma de aquellas rosas dormidas?
No se oía pisada alguna;
el odiado mundo entero dormía,
salvo tú y yo (¡Oh, Cielos, cómo arde mi corazón
al reunir estas dos palabras!).
Salvo tú y yo únicamente.
Yo me detuve, miré... y en un instante
todo desapareció de mi vista
(Era de hecho, un Jardín encantado).
El resplandor de la luna desapareció,
también las blandas hierbas y las veredas sinuosas,
desaparecieron los árboles lozanos y las flores venturosas;
el mismo perfume de las rosas en el aire expiró.
Todo, todo murió,
salvo tú;
salvo la divina luz en tus ojos,
el alma de tus ojos alzados hacia el cielo.
ellos fueron el mundo entero para mí:
ellos fueron lo único que vi durante horas,
lo único que vi hasta que la luna se puso.
¡Qué extrañas historias parecen yacer
escritas en esas cristalinas, celestiales esferas!
¡Qué sereno mar vacío de orgullo!
¡Qué osadía de ambición!
Más ¡qué profunda, qué insondable capacidad de amor!
Pero al fin, Diana descendió hacia occidente
envuelta en nubes tempestuosas; y tú,
espectro entre los árboles sepulcrales, te desvaneciste.
Sólo tus ojos quedaron.
Ellos no quisieron irse
(todavía no se han ido).
Alumbraron mi senda solitaria de regreso al hogar.
Ellos no me han abandonado un instante
(como hicieron mis esperanzas) desde entonces.
Me siguen, me conducen a través de los años;
son mis Amos, y yo su esclavo.
Su oficio es iluminar y enardecer;
mi deber, ser salvado por su luz resplandeciente,
y ser purificado en su eléctrico fuego,
santificado en su elisíaco fuego.
Ellos colman mi alma de Belleza
(que es esperanza), y resplandecen en lo alto,
estrellas ante las cuales me arrodillo
en las tristes y silenciosas vigilias de la noche.
Aun en medio de fulgor meridiano del día los veo:
dos planetas claros,
centelleantes como Venus,
cuyo dulce brillo no extingue el sol.
Espacio al lector y al escritor -
Página 8
Adiós amigo
En homenaje a los Caídos en la Guerra de las Islas Malvinas
Adiós amigo, adiós Manuel
serena mirada, impotente “tal vez”,
abrazo cautivo, espera inmediata.
Nombres como fichas lanzadas al número del milagro.
Botas ruidosas manchando el propio espíritu.
Guiñada celosa que no encuentra cómplice,
y ante el verdugo latente
muestran la clara y obediente crueldad.
Voces silenciadas por mi presencia,
nostalgia anticipada y
ceguera del egoísmo entendido.
Dudas, que apuñalan el alma.
¿Hasta luego será?
¡Hasta luego querré!
Si rima guerra con vivir
quizás Manuel toque, sienta y me pueda oír.
Adiós amigo, y quedé
como el valle entre las montañas,
mirando al águila desafiante
que desconoce el idioma.
Mira con sospechosa hambruna
que el elegido señalado a dedo oscuro
ingresa al mundo de los cielos.
Temor y frío se unen
con el hambre y la impotencia,
mas nada más que nada
se entiende por sí sola.
Adiós Manuel, sentí
que ese adiós estaba programado,
que no fue la suerte del querer
sino la desgracia del Poder.
La radio es ajena, enemiga,
las opiniones sus aliadas,
el subte alimenta a la ira
junto a la ignorancia visible.
¿Qué pasa amigo?
No comprendo al viejo ni al nuevo mundo
¿dónde está la paloma blanca?
¿dónde está nuestra Patria?
Adiós amigo, adiós Manuel
adiós libertad, adiós creer,
adiós sueños, adiós utopías,
adiós descanso, adiós mente fría.
¿Qué hablan de valor, Manuel?
Hablen de paz, no de Fe.
Adiós amigo, adiós Manuel.
Jorge Ezequiel Rodríguez
Los que vuelven a la casa de Javier
¿Por qué volvemos a la casa de Javier? No sé. Mientras Javier me muestra las paredes del baño me lo pregunto una y mil veces y no sé qué contestarme. "Porcelanato italiano" dice Javier y pasa una mano por la superficie de los azulejos instándome a que haga lo mismo. Subo los tres escalones que tengo delante de mí y de pie frente al hidromasaje le escucho decir que los revestimientos anteriores lo tenían aburrido. Con la vista en las imágenes reflejadas en el mármol lo oigo hablar de los niples niquelados y la grifería bañada en oro.
Caminamos por el pasillo. Javier va delante de mí. Sigue gesticulando y se da vuelta una y otra vez, acomodándose los anteojos de marco dorado, para instruirme de las pinturas que cuelgan en las paredes.
--Me está costando un huevo --dice subiendo la escalera, después de manotear de la mesa de la cocina un par de botellas de Carcassone.
El quincho es lindo. Y amplio. Me agradan las ventanas coloniales pintadas de verde, la forma en que la luz se derrama sobre las lajas color ladrillo. Las mujeres cuchichean de cara a la bacha de la pileta, bien al fondo, enarbolando tomates y atados de lechuga. Se les escuchan las risas silenciosas, todavía contenidas. Javier vuelve de revisar la parrilla. Sirve vino en dos vasos y me pone uno por delante. Los chicos le andan por detrás correteándose por un juguete.
--Qué grandes que están --se me ocurre decir.
Javier se pone de perfil. En esa forma que le conozco de controlar todo. Sé que está evaluando una vez más la calidad de mi apreciación.
--Sí --dice--. Están grandes.
Y entonces me doy cuenta de que soy un tonto. De que me había olvidado de preguntar por Hugo.
--¿Y Hugo..? --digo.
Javier da vuelta la cabeza. El reflejo de la luz en el cristal de los lentes no me deja verle los ojos. El resto de su rostro se ha aquietado de golpe.
--Bien --dice--. Vení.
Lo acompaño otra vez. Lo acompaño como desde que lo conocí. Pero esta vez me acucia la inquietud de saber qué me hace volver a ver a ese tipo al que me unen nada más que algunos deshilachados recuerdos de facultad. Sin embargo siento que Javier camina delante de mí con la seguridad de que nada ha cambiado, de que aún tiene el derecho a guiarme por la vida, como me lleva ahora a desandar el tramo de escalera y el pasillo con los cuadros hasta la puerta que en el fondo era la única que no habíamos abierto.
--Está acá --me dice y abre.
Y, olvidando a qué íbamos hasta esa puerta, estoy a punto de preguntar a qué se refiere, cuando una oleada de olor rancio me tira hacia atrás.
La habitación está a oscuras, salvo por los filetes de luz que se filtran por las persianas y hacen un simétrico dibujo en el suelo. Javier acciona el interruptor y una diminuta lamparita se enciende a media altura en un costado de la pieza.
Hugo está sentado en el piso con la espalda en la pared, debajo del marco de la ventana. Las rodillas le sustentan la frente y le esconden la cara.
--La luz cada vez le hace peor --me explica Javier caminando rápido hacia él y tomándolo de los brazos con suavidad para hacerlo incorporar.
Lo tiene parado delante de mí pero inevitablemente la cabeza de Hugo se cae y Javier le levanta el mentón para mantenerla erguida.
--También está grande --dice, sosteniendo al imberbe de inmensos brazos que me muestra el perfil de unos labios tremendamente abultados y una oreja deforme, casi oculta debajo de un mechón de pelo que adivino duro como la paja.
Entonces siento que debería darle un beso. Pero no sé dónde besar a ese muchachón que nos ha sobrado en altura y se menea como un mono entre los brazos de Javier, babeándose sobre el suéter sucio y los pantalones húmedos. --Sí --digo y me acerco a Hugo. Le toco un brazo y él da un salto. Gime casi inaudiblemente, solloza con los ojos metidos entre los brazos de Javier como una bestia malherida y asustada.
--Se mea y se vomita encima --dice Javier cuando cerramos la puerta y volvemos de regreso al quincho. Yo no puedo hablar. Con una mano en el hombro de Javier me pregunto qué hace que vuelta de vez en cuando a esa casa a repetir la ceremonia. A quedarme callado cada vez que el tipo me pone enfrente ese Hugo que no puede terminar de aceptar, que no entiendo cómo cuernos Dios ha permitido. Acompaño a Javier en silencio otra vez entre los cuadros. Mi mano se apoya sigue en su hombro hasta la escalera. Toda la casa me parece un tumor, un enorme grano purulento, construido y agrandado en la búsqueda del camuflaje, la dilución del otro grano que pica en el fondo del pasillo.
Arriba los chicos gritan. Mi hija ya está como en casa y corre por la terraza descubierta.
Empezamos a comer en silencio. Al rato mi mujer y Mercedes intercambian información sobre cursos esotéricos. Javier de a poco va recuperando la locuacidad. Se le nota el ejercicio. Pero yo no puedo dejar de pensar en la pieza de abajo. Ver como Mercedes de pronto parece acordarse de algo y corre por las escaleras y al rato vuelve recomponiendo la sonrisa como si se hubiese olvidado la leche en el fuego. Igual que siempre, voy a dejar que el murmullo me gane hasta el sueño. Entonces, desde otro lado, voy a sorprenderme porque Javier volvió a cambiar el auto y abrió el cuarto negocio de ropa y no tiene tiempo para atender ninguno porque ahora está dedicándose catorce horas por día a la apicultura.
--Una cosa para empezar a alejarse --dice--. Para empezar a salir del ruido de la ciudad y sentar bases en un lugar tranquilo. Para vivir como dios manda, una vez que los chicos estén crecidos y en condiciones de hacerse cargo de todo.
Mercedes y mi mujer asienten con la boca llena. Soy el único que puede decir algo pero no lo digo. Me doy cuenta de que Javier cuando dice "chicos" no piensa en Hugo. Sabe que deberá acompañar a Hugo hasta el fin de sus días. Me tienta decirle a Javier que se ha fabricado una cárcel sólo para poder escaparse alguna vez y que, cuando lo haga, si lo hace, va a dejar en ella a los "chicos" para que repitan la historia. Pero no lo culpo, porque pienso en las cárceles que yo me fabrico. Pienso en la que Hugo debe llevar a todos lados. Me lleno la boca con lo primero que tengo a mano, pregunto por las abejas, me dejo batir por la lujuria del vino y de la buena carne que me nubla los sentidos, y me esfuerzo por hacer un chiste que será el primero de una cadena que nos dejará satisfechos de la bondad de los domingos.
Con el café Javier me explica bien lo de las abejas. Yo lo escucho. Le miro la cara. Las marcas de viruela semejan picaduras. Se me escapa la risa cuando digo que la genética pareciera marcarnos el destino y otra vez me llevo por delante lo que quiero esquivar a toda costa. El asunto de los malditos cromosomas. Vuelvo a comerme las palabras, miro a los costados a corroborar el desastre que he causado, pero Mercedes no me escucha. Cotorrea a lo grande con mi mujer, los chicos vuelven de los juegos para el postre pero ya no podemos comer más. Reventamos.
A las seis de la tarde nos damos besos en la puerta. Javier tiene un último impulso, me quiere mostrar el auto nuevo que tiene a media cuadra, en la cochera. Pero yo desisto, le digo que los autos nuevos son todos iguales y que estoy cansado y que tenemos que bañar al perro y a la nena. Y entonces Javier, Mercedes y los chicos se quedan despidiéndonos en la vereda con los brazos levantados, después de las promesas de no volver a perder contacto por tanto tiempo.
Volvemos en silencio. Mi mujer se ausculta las uñas, hace un comentario sobre alguna casa con un frente de cincuenta metros y una pileta que se ve a los lejos, detrás de las hamacas. Me pregunto otra vez por qué volvemos a la casa de Javier y giro la cabeza y veo a mi hija durmiendo abrazada al perro en el asiento trasero. La felicidad le palpita en la sonrisa, en los brazos temblorosos que aprietan al perro, en los labios que besan el aire entre sueños, frescos y entreabiertos como dos gajos de mandarina. Y, entonces, pienso en Hugo. En ese chico que parece pagar las culpas de la humanidad, encerrado en ese calabozo oscuro, en ese cuerpo que no espera a nadie, que lo pone a una distancia imposible de abrazar. Y tengo unas repentinas ganas de virar la marcha del auto. Ir a buscarlo y sacarlo a la calle y confortarlo con caricias y palabras. Quitarlo de ese cuarto maloliente que parece tener cerraduras más poderosas que las convencionales. Comprarle un perro y llevármelo a casa, a él con perro y todo, para que pueda dormir muchos regresos en los asientos de atrás con los ojos cerrados y llenos de temblor como lo hace mi hija.
Prendo un cigarrillo. Tiro el humo por la ventana, al sol que empieza a nublarse detrás de las copas de los árboles. A poco de andar me digo que aunque hiciese eso con Hugo, no tendría muchas posibilidades de éxito. Me empieza a conformar la idea de que mi mundo y mi calle no habrían de brindarle alegría, que lo bueno para mí quizá no lo fuera para Hugo. Que quizá sea preferible dejarlo librado a la soledad de una pieza negra, que a la verdad de un tipo de oscuridad a la que no está acostumbrado. Que quizá la justicia resida en la forma en que ese gigante con cara de niño debe condenarse a velar desde las sombras, como un guerrero, la vida de los seres que son felices.
Y siento que Hugo me pone en mi lugar, hace de mí un hombre que lo tiene absolutamente todo, en su pequeñez, en su descontento. Entonces, poco a poco, voy entendiendo por qué vuelvo de vez en cuando a la casa de Javier, un tipo que me aburre y a quién ya no me une nada. Y le pido a mi mujer que, ya mismo, borre de la agenda la fecha de la próxima visita.
Caminamos por el pasillo. Javier va delante de mí. Sigue gesticulando y se da vuelta una y otra vez, acomodándose los anteojos de marco dorado, para instruirme de las pinturas que cuelgan en las paredes.
--Me está costando un huevo --dice subiendo la escalera, después de manotear de la mesa de la cocina un par de botellas de Carcassone.
El quincho es lindo. Y amplio. Me agradan las ventanas coloniales pintadas de verde, la forma en que la luz se derrama sobre las lajas color ladrillo. Las mujeres cuchichean de cara a la bacha de la pileta, bien al fondo, enarbolando tomates y atados de lechuga. Se les escuchan las risas silenciosas, todavía contenidas. Javier vuelve de revisar la parrilla. Sirve vino en dos vasos y me pone uno por delante. Los chicos le andan por detrás correteándose por un juguete.
--Qué grandes que están --se me ocurre decir.
Javier se pone de perfil. En esa forma que le conozco de controlar todo. Sé que está evaluando una vez más la calidad de mi apreciación.
--Sí --dice--. Están grandes.
Y entonces me doy cuenta de que soy un tonto. De que me había olvidado de preguntar por Hugo.
--¿Y Hugo..? --digo.
Javier da vuelta la cabeza. El reflejo de la luz en el cristal de los lentes no me deja verle los ojos. El resto de su rostro se ha aquietado de golpe.
--Bien --dice--. Vení.
Lo acompaño otra vez. Lo acompaño como desde que lo conocí. Pero esta vez me acucia la inquietud de saber qué me hace volver a ver a ese tipo al que me unen nada más que algunos deshilachados recuerdos de facultad. Sin embargo siento que Javier camina delante de mí con la seguridad de que nada ha cambiado, de que aún tiene el derecho a guiarme por la vida, como me lleva ahora a desandar el tramo de escalera y el pasillo con los cuadros hasta la puerta que en el fondo era la única que no habíamos abierto.
--Está acá --me dice y abre.
Y, olvidando a qué íbamos hasta esa puerta, estoy a punto de preguntar a qué se refiere, cuando una oleada de olor rancio me tira hacia atrás.
La habitación está a oscuras, salvo por los filetes de luz que se filtran por las persianas y hacen un simétrico dibujo en el suelo. Javier acciona el interruptor y una diminuta lamparita se enciende a media altura en un costado de la pieza.
Hugo está sentado en el piso con la espalda en la pared, debajo del marco de la ventana. Las rodillas le sustentan la frente y le esconden la cara.
--La luz cada vez le hace peor --me explica Javier caminando rápido hacia él y tomándolo de los brazos con suavidad para hacerlo incorporar.
Lo tiene parado delante de mí pero inevitablemente la cabeza de Hugo se cae y Javier le levanta el mentón para mantenerla erguida.
--También está grande --dice, sosteniendo al imberbe de inmensos brazos que me muestra el perfil de unos labios tremendamente abultados y una oreja deforme, casi oculta debajo de un mechón de pelo que adivino duro como la paja.
Entonces siento que debería darle un beso. Pero no sé dónde besar a ese muchachón que nos ha sobrado en altura y se menea como un mono entre los brazos de Javier, babeándose sobre el suéter sucio y los pantalones húmedos. --Sí --digo y me acerco a Hugo. Le toco un brazo y él da un salto. Gime casi inaudiblemente, solloza con los ojos metidos entre los brazos de Javier como una bestia malherida y asustada.
--Se mea y se vomita encima --dice Javier cuando cerramos la puerta y volvemos de regreso al quincho. Yo no puedo hablar. Con una mano en el hombro de Javier me pregunto qué hace que vuelta de vez en cuando a esa casa a repetir la ceremonia. A quedarme callado cada vez que el tipo me pone enfrente ese Hugo que no puede terminar de aceptar, que no entiendo cómo cuernos Dios ha permitido. Acompaño a Javier en silencio otra vez entre los cuadros. Mi mano se apoya sigue en su hombro hasta la escalera. Toda la casa me parece un tumor, un enorme grano purulento, construido y agrandado en la búsqueda del camuflaje, la dilución del otro grano que pica en el fondo del pasillo.
Arriba los chicos gritan. Mi hija ya está como en casa y corre por la terraza descubierta.
Empezamos a comer en silencio. Al rato mi mujer y Mercedes intercambian información sobre cursos esotéricos. Javier de a poco va recuperando la locuacidad. Se le nota el ejercicio. Pero yo no puedo dejar de pensar en la pieza de abajo. Ver como Mercedes de pronto parece acordarse de algo y corre por las escaleras y al rato vuelve recomponiendo la sonrisa como si se hubiese olvidado la leche en el fuego. Igual que siempre, voy a dejar que el murmullo me gane hasta el sueño. Entonces, desde otro lado, voy a sorprenderme porque Javier volvió a cambiar el auto y abrió el cuarto negocio de ropa y no tiene tiempo para atender ninguno porque ahora está dedicándose catorce horas por día a la apicultura.
--Una cosa para empezar a alejarse --dice--. Para empezar a salir del ruido de la ciudad y sentar bases en un lugar tranquilo. Para vivir como dios manda, una vez que los chicos estén crecidos y en condiciones de hacerse cargo de todo.
Mercedes y mi mujer asienten con la boca llena. Soy el único que puede decir algo pero no lo digo. Me doy cuenta de que Javier cuando dice "chicos" no piensa en Hugo. Sabe que deberá acompañar a Hugo hasta el fin de sus días. Me tienta decirle a Javier que se ha fabricado una cárcel sólo para poder escaparse alguna vez y que, cuando lo haga, si lo hace, va a dejar en ella a los "chicos" para que repitan la historia. Pero no lo culpo, porque pienso en las cárceles que yo me fabrico. Pienso en la que Hugo debe llevar a todos lados. Me lleno la boca con lo primero que tengo a mano, pregunto por las abejas, me dejo batir por la lujuria del vino y de la buena carne que me nubla los sentidos, y me esfuerzo por hacer un chiste que será el primero de una cadena que nos dejará satisfechos de la bondad de los domingos.
Con el café Javier me explica bien lo de las abejas. Yo lo escucho. Le miro la cara. Las marcas de viruela semejan picaduras. Se me escapa la risa cuando digo que la genética pareciera marcarnos el destino y otra vez me llevo por delante lo que quiero esquivar a toda costa. El asunto de los malditos cromosomas. Vuelvo a comerme las palabras, miro a los costados a corroborar el desastre que he causado, pero Mercedes no me escucha. Cotorrea a lo grande con mi mujer, los chicos vuelven de los juegos para el postre pero ya no podemos comer más. Reventamos.
A las seis de la tarde nos damos besos en la puerta. Javier tiene un último impulso, me quiere mostrar el auto nuevo que tiene a media cuadra, en la cochera. Pero yo desisto, le digo que los autos nuevos son todos iguales y que estoy cansado y que tenemos que bañar al perro y a la nena. Y entonces Javier, Mercedes y los chicos se quedan despidiéndonos en la vereda con los brazos levantados, después de las promesas de no volver a perder contacto por tanto tiempo.
Volvemos en silencio. Mi mujer se ausculta las uñas, hace un comentario sobre alguna casa con un frente de cincuenta metros y una pileta que se ve a los lejos, detrás de las hamacas. Me pregunto otra vez por qué volvemos a la casa de Javier y giro la cabeza y veo a mi hija durmiendo abrazada al perro en el asiento trasero. La felicidad le palpita en la sonrisa, en los brazos temblorosos que aprietan al perro, en los labios que besan el aire entre sueños, frescos y entreabiertos como dos gajos de mandarina. Y, entonces, pienso en Hugo. En ese chico que parece pagar las culpas de la humanidad, encerrado en ese calabozo oscuro, en ese cuerpo que no espera a nadie, que lo pone a una distancia imposible de abrazar. Y tengo unas repentinas ganas de virar la marcha del auto. Ir a buscarlo y sacarlo a la calle y confortarlo con caricias y palabras. Quitarlo de ese cuarto maloliente que parece tener cerraduras más poderosas que las convencionales. Comprarle un perro y llevármelo a casa, a él con perro y todo, para que pueda dormir muchos regresos en los asientos de atrás con los ojos cerrados y llenos de temblor como lo hace mi hija.
Prendo un cigarrillo. Tiro el humo por la ventana, al sol que empieza a nublarse detrás de las copas de los árboles. A poco de andar me digo que aunque hiciese eso con Hugo, no tendría muchas posibilidades de éxito. Me empieza a conformar la idea de que mi mundo y mi calle no habrían de brindarle alegría, que lo bueno para mí quizá no lo fuera para Hugo. Que quizá sea preferible dejarlo librado a la soledad de una pieza negra, que a la verdad de un tipo de oscuridad a la que no está acostumbrado. Que quizá la justicia resida en la forma en que ese gigante con cara de niño debe condenarse a velar desde las sombras, como un guerrero, la vida de los seres que son felices.
Y siento que Hugo me pone en mi lugar, hace de mí un hombre que lo tiene absolutamente todo, en su pequeñez, en su descontento. Entonces, poco a poco, voy entendiendo por qué vuelvo de vez en cuando a la casa de Javier, un tipo que me aburre y a quién ya no me une nada. Y le pido a mi mujer que, ya mismo, borre de la agenda la fecha de la próxima visita.
Walter Iannelli
El entretenimiento fuera de la frivolidad - (Nota de tapa) - Página 12 y 13
En este tiempo, donde la banalidad pareciera estar catalogada directamente como el brazo conductor del entretenimiento, surgen, desde una mirada crítica de este asunto, variantes que dan claras muestras de que esa necesidad humana de despeje mental, de distracción cotidiana mediante algunas acciones, están dirigidas a dedo a lo denominado “chabacano”, absurdo y frívolo, sin mostrar visiblemente que ha sido impuesto indirectamente pero con conciencia al fin, para llevarnos, como pueblo, a la idiotización masiva, a la falta de expresión propia, a la no interpretación… para ser más puntual: al no pensar.
De esta manera, el factor que entretiene se limita sólo a la cuestión del consumo barato de basura televisiva: peleas incoherentes, desnudos innecesarios, muestras de ignorancia y defectos físicos que “dan risa”, monopolización de programas televisivos, espacios mal distribuidos, etc. O al llevar a las cosas triviales al extremo de ser imprescindibles (último celular, facebook y msn)
En consecuencia, el tiempo libre, donde uno va buscando liberarse de aquellas cuestiones cotidianas (trabajo agotador, un mal día, crisis personal, problemas momentáneos y demás) está centrado en tomar un control remoto y encender al, hoy, “quema libros con sutileza” llamado televisor.
Mediante esta sistemática manera de enseñarnos a no aprender, se pone como opuestos al entretenimiento y a “lo serio”. Como si la seriedad fuera sinónimo de aburrimiento, como si la distracción cayera sólo en las manos de la frivolidad, y el pensar esté ligado a saber los chismes de la denominada “farándula”, o a un baile televisivo que de danza no tiene nada, o a realitys en donde lo banal es el hilo conductor, llevando a esa masa adicta a una cámara a la catalogación de artistas. ¿Artistas?… creo que esa palabra tiene algo que ver con el arte, ¿no?
No obstante, podemos decir claramente de que un tema serio, tratado con argumentos y la mesura correspondiente, puede ofrecernos en una mesa momentos, o un tiempo de horas que pasan solas, de deleite sumamente entretenido mediante una conversación, aquello tan necesario y tan complementario para una persona como el debate de ideas o pensamientos. De este modo, se muestra cómo la seriedad transita por la misma vereda que el entretenimiento. Además de que hablar, hablar cara a cara, nos conduce a transitar la vida de buena manera. Una pantalla y un teclado jamás suplantarán a la voz y al oído.
Otra manera de pasar ese tiempo libre es la lectura, sin duda la más importante. Pero para que el leer se acerque a ser un pasatiempo, hay que comprender lo dicho anteriormente: la seriedad y el entretenimiento, juntos. Una vez que esto forme parte de la realidad de cada uno, y al haber compartido un libro con uno mismo, bastardeando a la soledad al tenerlo en las manos, se verá que el libro puede elevarnos hacia miles de kilómetros de puro entretenimiento jugando con la imaginación.
Basta simplemente con sentarse y LEER.
Se pueden dar muchos ejemplos de literatura en donde la diversión juega en todo momento y nos hace reír de una manera tan distinta y tan hermosa que vale la pena recomendar, donde el humor es humor y no un acto de hacer reír a cualquier precio. En “La conjura de los necios” de John Kennedy Toole, una de las mejores novelas que he leído, dentro de los cinco mejores libros que recomiendo en todo momento (con una historia muy particular del autor), la sonrisa no se borra de la cara mientras las linean pasan, y ENTRETENIDO SE APRENDE.
Con el querido Negro Fontanarrosa pasa lo mismo, pero éste está ligado a un humor más cotidiano, con historias de cafés, de barrio, de amigos. Un gran escritor, que con profesionalidad hizo que sus libros generen carcajadas. Esos cuentos maravillosos fueron, hace un tiempo, trasladados a la televisión mediante cortos de una hora. Un unitario que valdría la pena volver a repetir.
Ese es el verdadero humor. El humor que pido en la televisión. Otra alternativa a tanta basura, pido nada más que humoristas talentosos puedan demostrar otra manera de entretener. Que en la televisión los espacios se repartan más equitativamente, y aquello llamado “cultural” tenga el espacio que merece. Agradezco todos los días que exista un canal, “Encuentro”, ¡un canal”, que distancia hay al anhelo que conduce mis manos al papel.
No digo que la frivolidad no tiene que existir, al contrario, pienso que justamente tienen que haber variantes para que cada uno pueda elegir. Un poco de todo, y ese todo ayudará a lo que hoy es poco.
Volviendo a la literatura, cuando se dice que leer es denso, que no hay manera de no cansarse, es porque no han leído lo suficiente como para encontrar aquel libro que cambie el rumbo de su distracción, o porque está incorporado ese prejuicio estúpido de que el libro carece de divertimiento, algo que, cuando llegamos a una edad pasada la adolescencia vemos como un simple prejuicio absurdo, pero que en los años donde debería ser importante para el inicio de nuestro pensar independiente, no está. Por lo tanto, cuando eso ocurra (encontrar el libro que les abra el panorama) verán que la diferencia es más que notable. Se sorprenderán esperando llegar a su casa para retomar en la página 62 o 148. Intrigarse por saber qué le sucede a José Buendía (Cien años de soledad), a Alejandra (Sobre héroes y tumbas), a Larsen (El astillero), a Jean Valjean (Los miserables), a Remo Augusto Erdosain (Los siete locos), y demás.
Aprovecho en este mes, en donde se conmemora el Día Mundial del Libro, a recomendar algo tan esencial como la lectura. Ese tiempo libre ocúpenlo en algo productivo y no se dejen manipular, no entren tan fácilmente al mundo de la frivolidad sólo por pensar que no hay otra alternativa. Alternativas hay muchas, es cuestión de buscar y encontrarlas.
Jorge Ezequiel Rodríguez
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Aniversarios - Página 18
Salvador Rueda (poeta español) 3 de diciembre de 1857 – 1 de abril de 1933
Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de las Malvinas – 2 de abril
Graham Greene (escritor británico) 2 de octubre de 1904 – 3 de abril de 1991
Johannes Brahms (pianista y compositor alemán) 7 de mayo de 1833 – 3 de abril de 1897
Sara de Ibáñez (poeta uruguaya) 10 de enero de 1909 – 3 de abril de 1971
Martin Luther King (pastor y pacifista estadounidense. Premio Nobel de la Paz en el año 1964) 15 de enero de 1929 – 4 de abril de 1968
Carlos Fuentealba (docente argentino) asesinado el 5 de abril de 2007
Kurt Cobain (cantante y compositor estadounidense) 20 de febrero de 1967 – 5 de abril de 1994
Roberto Payró (escritor argentino) 19 de abril de 1867 – 5 de abril de 1928
Edward Young (poeta inglés) 3 de junio de 1683 – 5 de abril de 1765
Homero Aridjis (poeta mexicano) nació el 6 de abril de 1940
Isaac Asimov (escritor soviético) 2 de enero de 1920 – 6 de abril de 1992
Igor Fedorovich Stravinski (compositor y director de orquesta ruso) 17 de junio de 1882 – 6 de abril de 1971
Albrecht Durer (pintor alemán) 21 de mayo de 1471 – 6 de abril de 1528
Día Mundial de la Salud – 7 de abril
Pablo Picasso (pintor y escultor español) 25 de octubre de 1881 – 8 de abril de 1973
Revolución boliviana – 9 de abril de 1952
Emiliano Zapata (revolucionario mexicano) 8 de agosto de 1879 – 10 de abril de 1919
Día de las Américas – 14 de abril
Simone De Beauvoir (novelista francesa) 9 de enero de 1908 – 14 de abril de 1986
Jean Paul Sastre (filósofo y escritor francés) 21 de junio de 1905 – 15 de abril de 1980
César Vallejo (poeta y escritor peruano) 16 de marzo de 1892 – 15 de abril de 1938
Arturo Frondizi (abogado y político argentino) 28 de octubre de 1908 – 18 de abril de 1995
Día de la Convivencia en la Diversidad Cultural – 19 de abril
Fernando Botero (pintor y escultor colombiano) nació el 19 de abril de 1932
Octavio Paz (poeta y escritor mexicano) 31 de marzo de 1914 – 19 d abril de 1998
Alfredo Palacios (abogado y político socialista argentino) 10 de agosto de 1880 – 20 de abril de 1965
Mark Twain (escritor estadounidense) 30 de noviembre de 1835 – 21 de abril de 1910
Raúl Soldi (artísta plástico argentino) 27 de marzo de 1905 – 21 de abril de 1994
Manuel Mujica Láinez (escritor y periodista argentino) 11 de septiembre de 1910 – 21 de abril de 1984
Día Mundial de la Tierra – 22 de abril
Miguel de Cervantes Saavedra (novelista, poeta y dramaturgo español) 29 de septiembre de 1547 – 22 de abril de 1616
Día Internacional del Libro – 23 de abril
William Shakespeare (dramaturgo y poeta inglés) 26 de abril de 1564 – 23 de abril de 1616
Inca Garcilaso de la Vega (escritor e historiador peruano) 12 de abril de 1539 – 23 de abril de 1616
Día de la acción por la tolerancia y el respeto entre los pueblos – 24 de abril
Día Internacional de la Danza – 29 de abril
Antonio Buero Vallejo (escritor español) 29 de septiembre de 1916 – 29 de abril de 2000
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